«LAS COMIDAS Y BEBIDAS EN LOS ARTISTAS»

En las mesas recogidas por los pintores no falta nunca la bebida y ésta es siempre el vino o la cerveza y muy excepcionalmente el agua. No hay zumos y la leche se reserva para niños y viejos decrépitos, aunque también estos dos grupos de edad suelen aparecer bebiendo vino, lo que sorprende de manera especial en el primero de ellos. Sin embargo no podemos olvidar que el vino se ha considerado a lo largo de casi toda la historia como un alimento más que se elaboraba en la cocina como los otros: calentándolo, añadiéndole especias o simplemente una pequeña cantidad de agua para rebajar su «espíritu», lo que hoy llamamos contenido alcohólico. Así lo hizo el mismo Cristo en la Última Cena y todavía en su conmemoración litúrgica y sacramental de la Misa, el sacerdote mezcla unas gotas de agua con el vino que va a consagrar en el cáliz.

En el acto de comer, si no se hace por pura necesidad y de una forma casi animal y desde luego rutinaria, intervienen los cinco sentidos sin que quizá nos demos cuenta y sin tener que ser para ello un consumado gourmet. El gusto y el olfato se dan por supuestos y no necesitan mayor explicación. La vista nos hace atractivos o repulsivos los alimentos aun a distancias en que los otros dos no tienen opción de ejercitarse; y así «se nos hace la boca agua» o notamos un revolcón del estómago con sólo ver lo que se nos avecina. El tacto, hasta en este tiempo de usual tenedor, juega también un papel pues hay alimentos que siguen exigiendo el uso de las manos y un pan crujiente o una suave fruta, por poner dos sencillos ejemplos, precisan de ese contacto para su mayor disfrute. Y qué decir del oído: desde el tintineo de las copas al rebullir de los cubiertos y, por encima de todo, la conversación con los comensales –familia, amigos, colegas y, cómo no, la persona amada y deseada en la comida a solas los dos- forman parte ineludible del placer de la comida que se puede prolongar en la sobremesa.

Actualmente en los restaurantes se come generalmente bien, en muchos muy bien, y no es razonable dudar de la calidad de lo que se nos sirve. Pero en tiempos pasados, comer fuera de casa era una mala aventura. Ambientes sórdidos, sin encanto ni higiene, con fondistas y posaderos dispuestos a engañar en calidad y cantidad, han sido por siglos un suplicio para los obligados a frecuentarlos. Nuestra literatura desde la Edad Media, pasando por los escritores del Siglo de Oro, los costumbristas y naturalistas del XIX, y los de la primera mitad del pasado siglo XX, nos ha dejado numerosos testimonios de esto que digo. Y a ellos habría que unir los relatos verbales que hemos oído de aquellos que por su oficio viajero han tenido que frecuentar este tipo de establecimientos.

Asimismo, los pintores nos reflejan esa situación y algunos de los cuadros aquí recogidos son buena muestra.

No obstante, siempre hubo excesos de glotonería y a uno de éstos se refiere Quevedo en su soneto burlesco titulado “Al señor de un convite que le porfiaba comiese mucho”:

«Comer hasta matar el hambre es bueno;
mas comer por cumplir con el regalo,
hasta matar al comedor, es malo;
y la templanza es el mejor galeno.
Lo demasiado siempre fue veneno;
a las ponzoñas el ahíto igualo;
si a costumbres de bestia me resbalo,
a pesebre por plato me condeno.
Si engullo las cocinas y despensas,
seré don Tal Despensas y Cocinas.
¿En qué piensas, amigo, que me piensas?
Pues me atiestas de pavos y gallinas,
dame, ya que la gula me dispensas,
el postre en calas, purga y melecinas.»

Y es que un dato importante en el asunto de la alimentación es que hoy se han derribado, o por lo menos han descendido mucho en altura, las vallas que antes separaban la comida de unas clases sociales y otras. Ahora comemos todos muy parecido y las diferencias no están en la cantidad, y me atrevería a afirmar que tampoco en la calidad, sino en detalles accesorios como la presentación en la mesa, su servicio o el consumo de ciertos productos que no podemos considerar como estrictamente alimenticios sino como caprichos o “delicatessen” por utilizar un término que cualquiera sabe entender.

Pero vayamos con el pensamiento, las letras de los escritores y la pintura de los artistas a la España del Barroco. Allí la mayoría de la población comía hortalizas, pan, algo de queso y aceite y, ocasionalmente, un trozo de carne acecinada o de pescado en salazón. Nos lo describen Cervantes o Quevedo; nos lo pintan Murillo, Velázquez o Zurbarán. Al mismo tiempo, una merienda en un palacio de Madrid consta de los siguiente, un día cualquiera, según enumera Francisco Montiño, cocinero mayor de Felipe IV:

«Perniles cocidos; capones o pavos asados calientes; pastelotes de ternera y pollos calientes; empanadas calientes; pichones y torreznos asados; perdices asadas; empanadas de gazapos en masa dulce; lenguas de salchichas y cecina; gigotes de capones sobre sopas de nata; tortas de manjar blanco (es un célebre plato de la cocina española, consistente en pechuga de gallina cocida y deshilada, mezclada con leche, harina de arroz y azúcar. Se revuelve y se sala y luego se cuece durante tres cuartos de hora hasta que cuaje. También acostumbra a hacerse con pescado y se usa para acompañar o rellenar buñuelos, picatostes, cazolillos y tortas); hojaldres rellenos; salchichones de lechones enteros; capones rellenos fríos; empanadas de pavo; tortillas de huevos y torreznos; cazuelas de pies de puercos con piñones; salpicones de vaca y tocino magro; empanada de truchas; costrada de limoncillos y huevos pasados por agua; conejos de huerta; empanadas de liebre; fruta de pestiños; truchas cocidas; panecillos rellenos de masa de levadura; platos de frutas verdes; fruta rellena; empanadas de perdices en masa de bollos; buñuelos de manjar blanco; empanadillas de cuajada; truchas en escabeche; solomos de vaca rellenos; cuajada en platos; tortas de masa con queso.»

Luego están los postres, llamados genéricamente «frutas»: «albaricoques, fresas, cerezas, guindas, limas, natas, pasas, almendras, aceitunas, queso, conservas, confites, suplicaciones y requesones.»

Este Montiño, por cierto inventor de la frugal tortilla «a la francesa», agrega que «si la merienda fuese un poco tarde, con servir pastelones y algo de olla podrida pasará por cena».

No es de extrañar que las enfermedades con origen en dislates dietéticos estuviesen tan presentes en ciertos estratos de aquella sociedad. Ni que el pueblo llano, haciendo muchas veces de la necesidad virtud, reflejase en el saber popular y anónimo de los refranes, como lo beneficioso de la frugalidad y hasta, si se tercia, del ayuno y el hambre.

Las maneras de comer también han sido y son variadas. Cuando se tiene mucho hambre se come vorazmente, sin detenerse en miramientos de corrección en los modos; cuando lo que se tiene es apetito, que es lo habitual en condiciones normales de vida, se puede y debe disfrutar de los alimentos, de la compañía y del ambiente; cuando se come en circunstancias de compromiso, con apetito o sin él, se ha de prestar mucha mayor atención a los convencionalismos.

En este sentido quiero volver al sabio humor de Julio Camba reproduciendo sus «Normas del perfecto invitado» con las que finaliza su libro La casa de Lúculo.

– Cuando aparezca en la mesa un plato notoriamente inferior a todos los otros, elógiese sin reservas. Indudablemente, ese plato es obra de la dueña de la casa.
– No se lleve usted nunca, durante la comida, el cuchillo a la boca y reserve para mejor ocasión sus habilidades de tragasables.
– No limpie usted nunca con la servilleta los platos ni los tenedores en un domicilio particular. Ese ejercicio con el que algunos invitados pretenden demostrar sus hábitos de limpieza, suele producirles –ignoramos el porqué– muy mal efecto a las dueñas de casa.
– El agua del aguamanil, con su rajita flotante de limón, es para limpiarse los dedos. No vaya usted a confundirla con una taza de té a la rusa y se crea obligado a tomarla por cortesía.
– Cuide usted bien a su vecina de mesa, y si le falta pan o vino, pásele el vino o el pan de su vecino a quien no puede usted por menos que suponer un hombre galante.
– Cuando en el restaurante le pase a usted el anfitrión la lista de vinos con el designio evidente de que elija usted el más barato, elija usted el más caro. Así los anfitriones irán aprendiendo a elegir por sí mismos unos vinos pasables.
– No deje usted nunca de «sopear» por un falso concepto de corrección. Lo incorrecto es devolver a la cocina, sin casi haberla probado, alguna de esas salsas preciosas que honran a una casa.
– Considere usted, sin embargo, que el barniz de los platos no forma nunca parte de las salsas, y renuncie a él.
– Tenga usted siempre un régimen alimenticio, un régimen contra la obesidad, contra la arterioesclerosis o contra cualquier otra cosa, y cuando le den a usted una mala comida, apóyese en el régimen. Es la mejor política.
– Cuando en cambio, le ofrezcan a usted una comida excelente, mande el régimen a paseo. Lo mejor de cualquier régimen es el placer de quebrantarlo.
– Si no sabe usted pelar las frutas de un modo elegante, agárrese a la teoría de las vitaminas y renuncie a pelarlas.
– Cuando quiera usted que vuelvan a invitarle en una casa por la abundancia de comida que haya encontrado en ella, diga usted al despedirse: No se puede volver por aquí. Le atiborran ustedes a uno demasiado…

Deja un comentario